lunes, enero 09, 2006

Sabor, olor y color 14/06/2000

Yo defino a mi ciudad, Melilla, como los grandes cocineros a sus guisos, por el olor, el sabor y el color.
El Olor es el que siempre tiene en sus parques Hernandez y Lobera. El del general Don Venacio Hernández tan llano y límpio siempre, con las alamedas de rosales, que mas de uno, incluso pinchándose, acortaba la vida de una para meterla en un vaso de agua y algunos de sus pétalos secos quedaba petrificado en una página de un libro cualquiera. El olor que despide el de Don Cándido Lobera, segundo pulmón de la ciudad, con sus jardines rindiendose a los piés de la frondosidad y quietud de sus arboles. Recuerdo también en verano los eucaliptus de la plaza de la Comandancia de Obras, que por cierto estarán a punto de cumplir el siglo, y si no es así ya habrá alguien que lo sepa con exactitud y me lo rectifique. Existen fotografías antiguas donde se observan ésos arboles delgados casi recién plantados, y creo recordar que las fotografías son de 1909. Recuerdo el olor de Rostro Gordo y su pinar, pareciendo tener una llave que regula algo del oxígeno que se respira en la ciudad. Y bajando al Rastro por el barranco del Polígono y mini-río de la Olla, me gustaría saber porqué le llamaban así a ese arroyo, se quedaba impregnado el olor a hierbabuena y té de los cafetínes mezclados con el kif fumado en pipas largas que se consumían de dos chupadas. El olor de las verduras y frutas del día, llevadas por esos pequeños rocines que mas bien tenían la fuerza de un mulo, porque después de traer la carga para su venta volvía con su dueño despatarrado en sus lomos. Los zapateros del Polígono, casi todos judíos, oliendo a cuero y al caucho de las ruedas de los camiones para recomponer los zapatos viejos y usados. Alberto, buen judío, y su hijo, lateros que hacían jarrillos y recomponían ollas que se rompían apenas se hacían dos guisos. Pero el olor que mas me gusta es el que sube por los torreones que circundan el Pueblo cuando te asomas queriendo ver la otra orilla, y solo divisas la esperanza de que España está allí, en tu mirada de hijo suyo. El olor salitrero de la "piedrahogá", la isleta que saluda al cementerio preñada de mejillones en punta.


El Color añíl de nuestro Mediterráneo, arañando los acantilados y lamiendolos a veces, como un animalillo hambriento de teta materna, aunque muchos son los besos que desprenden sus olas con sus ojos blancos de espuma. En las playas Cárabos y San Lorenzo podemos ver la fuerza del amor con que les grita. El color del sol cuando se derrama haciendo cascada luminosa, y el del alba con la solemne majestad del Gurugú, montaña de constante vigilancia. Hubo un tiempo que Marte la vistió varias veces de negro luto por sus hijos caídos, pero el Angel de bronce los guarda en La Purísima con celo de amor perenne. Desde las alturas de Cabrerizas, Barrio de la Victoria y Ataque Seco se puede ver el color de la Melilla inmóvil en sus calles y plazas, como un La sostenido huyendo de su campana musical quedando suspendido en el aire azul como su bandera.


El Sabor, aunque abstracto, lo puede notar quien la ame con el alma de español. No es sabor físico como un buen plato condimentado, es el sabor de ver sus calles sin laberintos donde se sumergen en el modernismo de sus edificios y los barrios hechos a cordel, como me decía un anciano venerable amante de la ciudad. El sabor de los túneles silenciosos que visitábamos en nuestra inconsciente niñez sin ver el peligro que entrañaban las cuevas y bóvedas oscuras, horadadas hace siglos por los guardianes de la Plaza. A estos guardianes y próceres, Melilla los honra agradecida bautizando sus calles con sus gloriosos nombres. Se puede saborear la historia de sus proezas con solo leer Juan Sherlok en una de las calles del Polígono, Mariscal que fue enviado a Melilla para la defensa del famoso Sitio de 1774. Miguel Zazo, teniente que murió en 1779 en defensa de la Plaza. Lopez Moreno, Carlos de Arellano y tantos otros civiles, como Don Cándido Lobera Girela, fundador y pionero de la prensa escrita. Y para mi el insigne arquitecto Enrique Nieto, proyectista de muchos de los bellos edificios que configuran la ciudad, siendo, a pesar de falta de modestia, mas bien orgullo, envidia de muchos arquitectos. Todos se quedan en la orilla de nuestra memoria por las obras que dejaron para siempre en la ciudad.

No lo puedo remediar, cada vez que me pongo a reflejar algo de mi ciudad en un papel me da la vena del sentimentalismo. Yo tengo una especie de manantial que nunca deja de brotar españolidad y amor por Melilla.
Os doy un abrazo y que os vaya bién

Juan Jesús Aranda