lunes, enero 09, 2006

Concurso t. Bonete I Septiembre 2000

ATAQUE SECO


En el cerro de Ataque Seco las cabras pastaban todas las tardes cerca de la Batería de Costa, destacamento perteneciente al Regimiento de Artillería de Melilla , donde cada día a las doce en punto de la mañana disparaban un cañonazo de estropajo prensado recordando aquellos que obligaban a los presos libertos del pasado siglo volver al recinto del Presidio por el túnel del Hornabeque a las horas del rancho y retreta. Este del mediodía se quedó de recuerdo durante muchos años: “.....Señora María, ¿sabe usted la hora que es?..... Pues no sé hija, pero serán las once y media pasadas porque aún no ha sonado el cañón”.

Anselmo, el cabrero, hombre cazurro procedente de los montes de Málaga, solía cantar verdiales al mismo tiempo que liaba un grueso cigarro de picadura en plena ventolera de la tarde. Jamás se le caía una brizna de tabaco. Con su encendedor de mecha amarilla con varios nudos y dándole caladas al tarugo, como él decía, cantaba y contaba historias de cuando las viñas de su padre en los montes de Málaga de La Axarquía enfermaron de La Filomena (Filoxera). En la fuente de Ataque Seco, la que existía junto a la Bola del Mundo (depósito de agua) fregaba la medida que llevaba en el zurrón junto a las hondas y tirachinas, ordeñaba a una de sus cabras, que siempre era la que tenía las tetas mas gordas. Esta cabra era la Gaseosa, llamada así por los pedos que soltaba, según Anselmo. “Anselmo, ande, haga que la Gaseosa se tire pedos, por favor”. Y realmente quien se los tiraba era el cabrero haciendo ver a los niños que era la pobre e inocente cabra. La leche tibia y sin hervir la daba a probar a todos los niños diciendo: “venga zagales que hay que crecer”. Mas de uno de esos zagales sólo llegaba a tomar un solo buche.

Al cabrero le hacía mucha gracia observar al burro del “Pistolero”, hombre que se ganaba la vida haciendo portes con su onagro y su carro. Cuando se ponía rebuznón, enamorao decía, era cuando sentía a la burra de Valero, negra y huesuda, piropearle con sus sonoros rebuznos desde la puerta del cementerio. Lo hacía con tanta energía que no le cuadraba con la vejez llena de mataduras en su fino pellejo sin pelo. Contaba que en Málaga cuando él tenía la misma edad de los que lo escuchaban lloraba lágrimas de plata; decía que era porque sentía temor y se avergonzaba de que lo vieran hambriento. En su casa siempre había hambre y disgustos. “..Mi estómago me llamaba bandido cuando tardaba en echarle algo de jalar”. Todo ésto lo contaba recostado en uno de los eucaliptos, en la zona de los arboles al final de la calle de Castellón de la Plana, en la ladera del monte junto al cementerio, la que siempre se encontraba solitaria. Rara era la vez que se oía el trepidar del motor de un coche desahogándose del esfuerzo de la subida de la Cañada (Castelar) o Padre Lerchundy con sus adoquines. Como todos los pastores, él decía que era lechero, tenía un perro de nombre Perro como el de Picasso. No creo que llamara a su chucho como el de su famoso paisano, autor del Guernica. “Oye perro venpacá y gánate la comía”. El nombre no era peyorativo ni mucho menos, él adoraba al animal y decía que como era un perro y no podía ser bautizado sólamente se le podía llamar lo que era, un perro y se acabó.

A veces los niños esperaban a Anselmo, cuando regresaba de la zona de la Alcazaba, por Victoria Grande; fuerte carcelario donde figuraba en su puerta principal la leyenda: “Odia el delito y compadece al delincuente”. En el que se cubrieron de gloria el 8 de Enero de 1775 el Teniente de Artillería Don Antonio Falcón, el Teniente de las Compañías Fijas Don Miguel Zazo y el cabo de las mismas compañías Don Alonso Martín con doce confinados. Hasta los presos arrimaban el hombro en defensa de la españolidad de la ciudad. Un amigo de Juaneles vivía en la calle rotulada con el nombre de uno de esos héroes, calle de Miguel Zazo, nombre que siempre les resultaba extraño.

En la grata sombra de pinos cargados de piñas, en el parque de Lobera, con el frescor de las agujas verdes recién caídas y algunas secas por el tiempo muchos niños se revolcaban en el pequeño bosque observando a las parejas de enamorados sentados en los bancos parecidos a grandes nichos horadados en la pared. Los ladridos de los perros de las casas vecinas a la Bola del Mundo anunciaban que Anselmo se acercaba con su rebaño capitaneado por Perro. Los niños que aguardaban el desfile de las cabras no poseían nada y lo tenían todo; no tenían juguetes y nunca se cansaban de jugar sin ellos. Paquito Rendón con el diente mellado dentro de su boca de gruesos labios le decía a Juaneles que tenía una cabeza que era como un castigo llevarla en peso entre los hombros eternamente, de gorda que era. A veces los dos se miraban en los cristales de los escaparates de las tiendas del centro y riéndose como él sólo sabía hacerlo, enseñando la gran mella, reconocía que sus hombros también portaban una chola bastante desarrollada y además pelada a semi-rape, l’parisié, como te aconsejaba tu madre, y bastante cortito. Así los piojos que pudieran trasladarse de otras melondras en el colegio estarían mas controlados que si lo llevases largo.

Otro personaje popular era Juan El Arropiero “La meona”. Este último era un mote cruel que alguien le impuso por las micciones incontroladas que tenía a pleno día. Juan era un hombre noble y dipsómano que según las malas lenguas se bebía una frasca de vino de un solo trago y cantando un fandango en la tasca de Garrampín, en la calle de Castellón. De su brazo llevaba colgada una gran cesta de mimbre llena de toda clase de golosinas guarrindongas y en la otra mano portaba un grueso palo que mas bien parecía el mástil de una bandera forrado de arrope por su parte alta: “...niños y madres guapas, tengo arropía a gorda el cacho”. El caso es que su arropía estaba dulce con algarrobas o sin ellas. Las manos renegridas con las uñas largas y sucias portaban una pequeña navaja que cortaba el caramelo arropiero en pequeños trozos.

Otras veces en vez de llevar el mástil con la arropía portaba una gran caña de azúcar que también pregonaba: “...niños a ponerse dulces para las niñas guapas, que solo cuesta una gordita el cacho”.A veces te daba un gran pedazo de cañadú porque decía que pesaba mucho y había que soltar lastre para poder andar mejor.

El cruel apodo de La Meona se lo decían porque cuando tenía que vaciar la vejiga estando en la calle y un poco ajumado y no fiándose de dejar la cesta y el mástil del arrope o la caña de azúcar con extraños solamente hacía dilatar el esfínter dejando correr la orina por las piernas abajo. Mas tarde todos los perros se le acercaban para olerle la bragueta habiendo veces que los apartaba con el palo de la arropía. La madre de Juaneles le tenía advertido que no debía comprarle nada al señor Juan, el de la cañadú. Una vez Juaneles le rectificó diciéndole que se llamaba La Meona. “....Que no le compres nada por la falta de higiene no te da derecho a ofender a ese pobre señor , así que ahora mismo vas a venir conmigo y te disculpas ante él ”. Cuando en presencia de la madre y sin culpa alguna, ya que él no le puso el apodo, avergonzado y lloroso le pedía perdón, el pobre Juan sonreía y magnánimamente con su pequeña navaja cortó el trozo de arropía mas grande que jamás había visto Juaneles.

Sin que sirviera de precedente la madre le dio permiso para comerse el trozo de dulce pringoso, y como las madres siempre llevan la razón, la dichosa arropía le produjo unas diarreas que le tuvieron sin salir de casa durante varios días. La madre decía que si estaba sin comer era mejor, así se curaría y se le quitarían las ganas de comprarle chucherías a ese pobre hombre que siempre va sucio y algo bebido.

Otro personaje veraniego en las calles Duque (Teruel) y Castellón era el vendedor de helados. Un hombre serio con un gorro blanco de forma militar al que solo le faltaba la borla colgándole que empujaba un carrito con techo hecho de tela ribeteado con un encaje parecido a una cortina de cocina. El carrito llevaba dos depósitos de helado y en cada uno de ellos había de dos y tres sabores. Cuando al mediodía, a la hora de la siesta, se detenía en la calle de Castellón, a la altura del Callejón del Aceitero, su voz era tan sonora que parecía un tenor cantando una estrofa de zarzuela, todo serio y metido en su papel de cantor. Este heladero-tenor despachaba a los chaveas con presteza: “...Venga niño que se “enfría” el helado”. Lo decía como si queriendo parecer gracioso y lo que conseguía era el rechazo de toda la chiquillería.

Enriqueta, La Kety, era otra figura vendedora, pero no ambulante, como los otros. La Kety era soltera y poco agraciada en belleza, con ademanes un poco bruscos que en nada se parecían a su condición de mujer. Vendía, alquilaba y cambiaba tebeos y novelas de todas clases. Las novelas del Oeste, de Marcial Lafuente Estefanía, en la que siempre ganaba el muchacho alto que al final era un agente de la ley; las de amores lacrimosos de Corín Tellado; los tebeos del Guerrero del Antifaz, F.B.I., con los inspectores Jak, Sam y Bill; los del Capitán Trueno y tantos otros. El padre de Juaneles le decía que prefería verlo con un tebeo en las manos que verlo fumar un cigarro de matalahuvas, fea costumbre de algunos niños de Melilla allá por los cincuenta.

Cuando se entra en La Purísima, cementerio de héroes, parece como si se sobrecogiera uno en su silencioso jardín leyendo nombres y epitafios poéticos de recuerdos en mármoles que un día fueron blancos, donde las supremas y honrosas fechas de gloria en cronológicas circunstancias debieran ser recordadas siempre, donde reposan gente de lejanas edades que murieron en tierras que sirvieron de escenarios de batallas inútiles, como todas. La pandilla de la calle Castellón iba a menudo al cementerio en plan de exploradores, nunca por la puerta ya que en el cementerio de Melilla, a los niños sin acompañante adulto les estaba prohibido la entrada. La pandilla siempre encontraba a un venerable y elegante anciano apoyándose en un bastón, que mas bien parecía un báculo, de largo que era; vestido con un traje bien cortado, de color marfil, con el clásico pañuelo blanco en el bolsillo superior de la chaqueta y las solapas llenas de ceniza y algún lamparón de varios meses. Calzaba unos zapatos negros recién lustrados y un recortado bigote que parecía salir de una antigua fotografía como las que tenía la abuela de Juaneles en una vieja caja metálica de galletas de cuando la República donde guardaba sus tesoros mas preciados; las fotos y papeles amarillentos de su marido muerto y de su hijo Juan, su descansado, nunca se refería a él por su nombre, muerto en la guerra del 36.

Aquél anciano era un militar de alta graduación, retirado, que a veces era un bondadoso abuelo de todos los niños y otras se le veía triste y ausente. Cuando veía trotar a los niños entre las tumbas, con el jolgorio y la despreocupación que siempre acompañaban a Juaneles y sus amigos, decía que nunca se deben pisar las flores brindadas a los héroes.

En el transcurso de los años Juaneles y sus amigos supieron que aquél anciano visitaba diariamente la tumba de su hijo, muerto en extrañas circunstancias. Ahora, aquéllos niños de los cincuenta, saben que el mejor homenaje a los seres queridos que nos van faltando es mantener ese hilo conductor en la memoria siempre sin romperlo.

Cementerio de la Purísima,
silencioso jardín junto al acantilado.
Tus moradores miran al cielo
cuando las gaviotas se lanzan al mar.
Tu Angel de bronce,
gigantesca estatua las guia.
Las flores de otro jardín,
en jarros de cristal y lata,
llevadas con pena y amor,
mustias y secas están.
El Sol, dios ardiente, las quema.
Las tuyas, hermosas y frescas,
se alimentan de la tierra
empapadas de recuerdos.





Juan Jesús Aranda López
Málaga Septiembre de 2000