lunes, enero 09, 2006

Concurso t. Bonete II Septiembre 2000

PARQUES LOBERA Y HERNANDEZ

Los parques, o pulmones, Hernández y Lobera, como toda Melilla y su historia, dan para muchos versos, vocablos amados de ternura. Para el llano Hernández, el de Don Venancio Hernández Fernández, general que ordenó construirlo en forma de cañón, con sus altas palmeras y parterres floridos y para los niños patinadores que se deslizaban junto al estanque de los patos cerca de la famosa pajarera; donde siempre se podía oler a hierba arrancada a la intimidad de sus jardines. “Te espero por fuera de la Pajarera, y no me tardes”; solían citarse mucha gente. Cuando, al atardecer, se escuchaba el toque de oración desde el cuerpo de guardia de la Comandancia en el que obligaba a todo transeúnte pararse y mantenerse firme mirando a la bandera cuando era arriada. El que tocaba la corneta solía ser un soldadito pelón y bajito, componente de la banda de cornetas y tambores del regimiento que aquél día le tocaba la guardia en el edificio que residía el Comandante General de la Plaza. Cuando el turno era el de La Legión la corneta solía ser de mayor tamaño y el sonido, como es lógico, era mas grave. Al templete de la música, muchos de los mayores le llamaban cenador, tan apoteósico, cuando a las 12 de la mañana de muchos domingos otoñales el sol blandía sus rayos. El recuerdo de un niño de grandes ojos y con la cara turbada por la emoción, su sonrisa blanca parecía perenne compañera de sus labios encendidos; era moreno con el pelo ensortijado, componente de la banda infantil que ensayaba cada tarde en el Mantelete. Aquel día interpretaba un solo de trombón de una obra de Wagner. Al final de la misma el director, Don Julio, batuta en mano y sonriente, orgulloso de su trabajo lo alzó con sus brazos y lo puso de pié en una silla para que todo el público supiera quien había sido el artífice de tan magnífica actuación. El niño parecía ser el mas pequeño de toda la banda. Viendo a sus padres y hermanos aplaudir como una verdadera claqué de un teatro cualquiera y al numeroso público entusiasmado gritando vivas y bravos, parecía flotar en una nube. Aquello, aquél niño, lo recuerda siempre que va a un concierto o escucha la famosa obra del gran músico alemán.

El otro parque, el empinado Lobera, ahijado de Don Cándido, militar, alcalde, periodista-fundador del periódico “El Telegrama del Rif” y gran prócer de Melilla. Parque florido, áspero y sombrío, con su tupida arboleda y los bancos de piedra; donde resonaban las recias pisadas militares con sus tachuelas chirriantes en las plazoletas y pequeñas alamedas festoneadas de flores; todas de diferentes olores y colores, con escaleras cortas y ribazos regados con el agua de la Bola del Mundo. El canto de esa agua era como un rumor de hojas secas navegando por una playa donde las olas se desbaratan y vuelven a formarse entre la espuma y la arena. Había ocasiones que sus jardines estaban tan desamparados que a los arboles le caían lágrimas de rocío rogando cuidaran sus silenciosos pensiles. Siempre era la época en que el otoño les hacía desprenderse de sus hojas moribundas para que salieran sus hermanas en primavera. El Lobera era el verde paraíso de los amores infantiles, testigo mudo de los juegos de muchos niños, por ser un parque solitario donde solo acudían las parejas de enamorados y las niñas del colegio de la Divina Infantita en fila de a dos cantando: “vamos niñas/ al sagrario/ que Jesús llorando llorando está.....”. También se podía ver algún soldado pipiolo perdido entre los arboles ensimismado, mirar hacia el cielo, escribir a su lejana familia o alguna amada peninsular.

A veces desde su atalaya de Victoria Grande, cuando se desploma la noche de Agosto, muchas figuras del cielo se multiplican con la luz que la Luna expande sobre el. Los aromas intermitentes, mezclados con los ruidos de las cornetas cuarteleras, atraviesan la tranquilidad de los vecinos sentados a las puertas de sus casas comentando: ”Ya están tocando fajina en el 52”. “No, eso es retreta y parte”.

Los estampidos chicos que sonaban desde el Pueblo en su verbena, en los barrios de La Alcazaba y Ataque Seco, se oían con alegría; era la primera feria de barrio en la ciudad. La seguirían la de Cabrerizas en su Paseo de Colón; la del Tesorillo celebrando su baile en el patio del parque de bomberos o el de tracción mecánica; el Hipódromo; el Real y finalmente la del Centro, la mayor de todas, en la Plaza de España, Parque de Hernández, Teniente Coronel Seguí y Cargadero del Mineral, cerca de la Casa de Socorro.

En todos los festejos o verbenas, como es lógico, los soldados en Melilla eran muy numerosos hasta la hora de su retirada hacia sus acuartelamientos, que siempre solía ser a la hora del toque de retreta, sobre las nueve de la noche. Para mucha gente los soldados parecían ser clónicos; todos estaban pelados casi a rape a lo Gotarredona; estilo que tomó del nombre del Comandante General Don Ramón Gotarredona, que dejó una honda huella de disciplina en muchas generaciones de militares en Melilla, al que le atribuyeron el comentario jocoso de que cuando lo destinaran a las Islas Canarias iban a llegar los plátanos derechos. Las caras de respeto de los soldados, mezcladas con miedo y disciplina hacia la vigilancia militar, siempre parecían ser las mismas de un año para otro; solo que los de Regulares y La legión cambiaban por el color de sus uniformes.

El parque de Lobera
desde su atalaya de Victoria Grande,
mira con amor de hijo
a su lejana madre España.
La llama con dulzura
ofreciéndole sus frutos:
“es mi limpia sombra de pinos, madre”.
Su hermano el Hernández
con sus altas palmeras
y flores cantoras, le dice:
“la veo mejor que tu
y nos manda besos con el mar”.



Juan Jesús Aranda López
Málaga Septiembre de 2000