El gato enroscado en la hornilla 19/05/1998
EL GATO ENROSCADO EN LA HORNILLA
Yo tengo un silo donde guardo mi memoria melillense que es como las grandes bóvedas subterráneas que conservan las aguas milenarias, quietas pero vivas y dulces. Hay veces que salen a borbotones gritando porque oyen deshojar las páginas de la historia de Melilla para ser entregadas a la quema de la desidia.
Desde ésta Málaga, bondadosa con la gente de nuestra ciudad, le susurro al mar enviándole recuerdos con sus olas. Hay algunas que se distraen y los pierden en el cielo, y al llegar a San Lorenzo lloran su tristeza con la blanca espuma de sus olas. Otras, mas celosas con el encargo, los llevan en su azul profundo y a Trápana y al Bonete se los da gritando.
Con toda su buena fe de católica y creyente, mi madre me decía que cuando te acuerdas de los seres queridos fallecidos éstos, sonriendo te bendicen desde el cielo. Yo espero que ahora me sonría junto a mi padre por lo que voy a recordar de cuando llevaba mi cuerpo de niño grande en sus brazos, hace ya mas de cuarenta años.
En la Avenida, frente al Casino Español cerca del café Canarias, el de mi amigo Juan Caña, hay un local que los mas viejos decían que en la segunda década del siglo existió una sede sindical del transporte y luego, después de acabar nuestra guerra incivil, abrieron una tienda o economato, no sé si era privado u oficial, donde muchos empleados o funcionarios del Ayuntamiento, mas bien los que ganaban un sueldo de hambre, hacían sus compras para pocos días, que era lo único que podía llevarse la esposa del empleado firmando, eso si, un recibo que era descontado del sueldo del marido, quedándose el sobre mas seco que una mojama. Creo que ya no se cobraba las famosas 333,33 ptas. de sueldo al mes, ahora le habían subido a 400 y pico. Me parece que si algún empleado, chofer o conductor del parque de bomberos actual leyera esto se asombraría de lo poquísimo que cobraban sus antiguos compañeros allá por los años cuarenta y cincuenta. Desde aquí les envío un cariñoso saludo a los que aún están con nosotros y a los que descansan en la Purísima junto a mi padre el abrazo del niño que revoloteaba en los coches de rueda maciza tocando la campana reluciente del camión colorado, mientras Juan Bravo, Manolo Añón, Infante, Imbroda, Angel Auge, Mariano, chofer del camión de la carne y tantos otros sonreían con benevolencia y mucho cariño.
Para mucha gente la frase "..Hoy el gato está enroscado en la hornilla", no les dirá nada, pero si a continuación le dicen que ése día no hay nada para comer, ya es otra cosa. Esa era la frase que una señora le decía a mi madre cuando ésta le preguntaba qué iba a poner de comer ése día. A ésta mujer entrañable y bondadosa, amiga de la familia, la recuerdo en mi niñez como la madre de un gran amigo mio. Yo siempre le preguntaba a mi madre cómo su amiga tenía enroscado el gato en la hornilla donde podía quemarse cuando en esa casa no había ningún gato. Lo decía con extrañeza porque esa casa la frecuentaba a menudo y jamás vi minino alguno. La pobre nunca me dijo que su amiga estaba igual que muchas familias de Melilla, incluida la mía. En mi casa si teníamos un gato, que en éste caso era gata, Ñoña se llamaba, y era la mas robona y ladina que existía en el barrio y no se si alguna vez se enroscaría en la hornilla, mi memoria llega al humo que hacía el carbón comprado en la carbonería, donde también vendían petróleo para los quinqués, en la calle de Castelar, junto a la bodega Madrid o la de Duque de la Torre frente a los marmolillos.
El canasto, las bolsas de plástico aún no se veían en las tiendas, lo llevaba mi madre lleno hasta los bordes de viandas y conmigo llorando agarrado a su cuello porque no me había comprado una chocolatina, gran lujo en aquellos tiempos. Aún me pregunto donde sacaba mi madre la fuerza para llevar el suministro, que así era como lo llamaba, y a mí agarrado de su cuello enfilando la escalerilla de la iglesia del Sagrado Corazón hacia la calle Duque o Castellón. Mucha gente, al vernos, criticaba mi acción, reprendiéndome delante de ella. De verdad que les tenía incha y mucha rabia. Qué le importaba a nadie si mi madre me llevaba a sus espaldas y me hacía cosquillas en las piernas para conformarme de que ése día no había caramelos. Anda que si hubiesen sabido que apenas sonaba el cañonazo de las doce salía pitando de la escuela miga con el babero y mi banquito a que mi madre me diera de mamar, la reprimenda hubiese sido mayor, como la de Don Juan Espona, el médico de mi familia, que me llevó mi madre a que me curase un dolor de oído y cuando me estaba auscultando, decían que era algo sordo, preguntaba a mi madre, dada su palidez, si había parido recientemente, y cuando le dijo que al que estaba criando era a mí, me subió encima de la mesa y me dio tal grito que la mesa se la puse chorreando. El esfínter no me obedeció del susto que me metió en el cuerpo. Desde aquél día y siempre que tenía que ir a visitarlo por algún que otro resfriado lo miraba como a un señor muy serio y con mal genio. Reciban un saludo
Yo tengo un silo donde guardo mi memoria melillense que es como las grandes bóvedas subterráneas que conservan las aguas milenarias, quietas pero vivas y dulces. Hay veces que salen a borbotones gritando porque oyen deshojar las páginas de la historia de Melilla para ser entregadas a la quema de la desidia.
Desde ésta Málaga, bondadosa con la gente de nuestra ciudad, le susurro al mar enviándole recuerdos con sus olas. Hay algunas que se distraen y los pierden en el cielo, y al llegar a San Lorenzo lloran su tristeza con la blanca espuma de sus olas. Otras, mas celosas con el encargo, los llevan en su azul profundo y a Trápana y al Bonete se los da gritando.
Con toda su buena fe de católica y creyente, mi madre me decía que cuando te acuerdas de los seres queridos fallecidos éstos, sonriendo te bendicen desde el cielo. Yo espero que ahora me sonría junto a mi padre por lo que voy a recordar de cuando llevaba mi cuerpo de niño grande en sus brazos, hace ya mas de cuarenta años.
En la Avenida, frente al Casino Español cerca del café Canarias, el de mi amigo Juan Caña, hay un local que los mas viejos decían que en la segunda década del siglo existió una sede sindical del transporte y luego, después de acabar nuestra guerra incivil, abrieron una tienda o economato, no sé si era privado u oficial, donde muchos empleados o funcionarios del Ayuntamiento, mas bien los que ganaban un sueldo de hambre, hacían sus compras para pocos días, que era lo único que podía llevarse la esposa del empleado firmando, eso si, un recibo que era descontado del sueldo del marido, quedándose el sobre mas seco que una mojama. Creo que ya no se cobraba las famosas 333,33 ptas. de sueldo al mes, ahora le habían subido a 400 y pico. Me parece que si algún empleado, chofer o conductor del parque de bomberos actual leyera esto se asombraría de lo poquísimo que cobraban sus antiguos compañeros allá por los años cuarenta y cincuenta. Desde aquí les envío un cariñoso saludo a los que aún están con nosotros y a los que descansan en la Purísima junto a mi padre el abrazo del niño que revoloteaba en los coches de rueda maciza tocando la campana reluciente del camión colorado, mientras Juan Bravo, Manolo Añón, Infante, Imbroda, Angel Auge, Mariano, chofer del camión de la carne y tantos otros sonreían con benevolencia y mucho cariño.
Para mucha gente la frase "..Hoy el gato está enroscado en la hornilla", no les dirá nada, pero si a continuación le dicen que ése día no hay nada para comer, ya es otra cosa. Esa era la frase que una señora le decía a mi madre cuando ésta le preguntaba qué iba a poner de comer ése día. A ésta mujer entrañable y bondadosa, amiga de la familia, la recuerdo en mi niñez como la madre de un gran amigo mio. Yo siempre le preguntaba a mi madre cómo su amiga tenía enroscado el gato en la hornilla donde podía quemarse cuando en esa casa no había ningún gato. Lo decía con extrañeza porque esa casa la frecuentaba a menudo y jamás vi minino alguno. La pobre nunca me dijo que su amiga estaba igual que muchas familias de Melilla, incluida la mía. En mi casa si teníamos un gato, que en éste caso era gata, Ñoña se llamaba, y era la mas robona y ladina que existía en el barrio y no se si alguna vez se enroscaría en la hornilla, mi memoria llega al humo que hacía el carbón comprado en la carbonería, donde también vendían petróleo para los quinqués, en la calle de Castelar, junto a la bodega Madrid o la de Duque de la Torre frente a los marmolillos.
El canasto, las bolsas de plástico aún no se veían en las tiendas, lo llevaba mi madre lleno hasta los bordes de viandas y conmigo llorando agarrado a su cuello porque no me había comprado una chocolatina, gran lujo en aquellos tiempos. Aún me pregunto donde sacaba mi madre la fuerza para llevar el suministro, que así era como lo llamaba, y a mí agarrado de su cuello enfilando la escalerilla de la iglesia del Sagrado Corazón hacia la calle Duque o Castellón. Mucha gente, al vernos, criticaba mi acción, reprendiéndome delante de ella. De verdad que les tenía incha y mucha rabia. Qué le importaba a nadie si mi madre me llevaba a sus espaldas y me hacía cosquillas en las piernas para conformarme de que ése día no había caramelos. Anda que si hubiesen sabido que apenas sonaba el cañonazo de las doce salía pitando de la escuela miga con el babero y mi banquito a que mi madre me diera de mamar, la reprimenda hubiese sido mayor, como la de Don Juan Espona, el médico de mi familia, que me llevó mi madre a que me curase un dolor de oído y cuando me estaba auscultando, decían que era algo sordo, preguntaba a mi madre, dada su palidez, si había parido recientemente, y cuando le dijo que al que estaba criando era a mí, me subió encima de la mesa y me dio tal grito que la mesa se la puse chorreando. El esfínter no me obedeció del susto que me metió en el cuerpo. Desde aquél día y siempre que tenía que ir a visitarlo por algún que otro resfriado lo miraba como a un señor muy serio y con mal genio. Reciban un saludo
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