lunes, enero 09, 2006

Concurso t. Bonete III Septiembre 2000

EL ORO Y EL GUADALMEDINA

Corría el otoño de 1907 cuando Málaga, por enésima vez, se cubría de luto por la riada de sus barrios mas populares cercanos a la desembocadura del Guadalmedina. Río que de vez en cuando imponía su derecho de tránsito desesperado cuando, desde los montes cercanos, cerca de Casabermeja, el agua fluía arrastrando vidas y haciendas a su paso, llevando las desgracias a los malagueños que habitaban cerca de sus orillas en los barrios Percheles, la Trinidad y el Molinillo.

En el barrio de la Trinidad vivía una familia compuesta por el matrimonio y un hijo de apenas cinco años. El marido era tratante de ganado y poseía algunas tierras en Vélez Málaga que no le daban para apenas vivir; con lo que si se ganaba bien la vida era con el ganado, preferentemente con los caballos. Poseían una pequeña cuadra y una herrería muy cerca de las calles de Mindanao y la de los Mármoles. Cerca de allí tenían la vivienda donde la esposa, costurera, cosía para la calle. Esta era mujer laboriosa y ahorrativa; el motivo de que guardara todo lo que podía era porque su padre la abandonó, siendo apenas una adolescente, junto a su madre y hermana pequeña dejándolas en la miseria mas absoluta para irse a América, embarcado en el “Heliópolis”, a la construcción del canal de Panamá para no volver jamás. Era mujer de campo y acostumbrada a las tareas mas duras; alta como su marido y su rostro con los grandes ojos azules reflejaban siempre el dolor y la pena por el abandono de su padre.

El marido era un hombre alto y de anchos hombros, tocado con el clásico sombrero de la época; el cabello negro y de ojos del mismo color azabache; con un espeso bigote que hacíale juego con el sempiterno grueso habano resaltándole en su cara de hombre noble y dándole ese aire de caballero galante que muchas mujeres de aquéllos años suspiraban por un piropo suyo.

Cuando llegó el desastre del Guadalmedina lo perdieron todo, incluso los animales que tenían en la cuadra. No tuvieron mas remedio que huir, junto a algunos vecinos, a los barrios altos de la ciudad.

A Francisco, que era el nombre del marido, ella se llamaba María y el pequeño Francisco, como su padre, le habían hablado de Melilla, plaza militar que había dejado de ser presidio hacía pocos años y empezaba a formarse como una ciudad moderna en la que hacían falta obreros manuales: carreteros albañiles, carpinteros, herreros y gente que entendieran de animales. Esto era lo que estaban esperando; él era un trabajador manual, sabía trabajar la madera y el hierro, calzando a los animales con las herraduras; fabricaba rejas para los arados y poseía un don para el dibujo que le hacía ser un forjador de celosías y rejas para ventanas en la fragua. El dinero ahorrado por su mujer durante el tiempo que llevaban casados fue como un pequeño maná caído del cielo. Ese dinero le servirían para vivir algunos meses sin holgura y sin pedir nada a nadie. No se lo pensaron, era apremiante salir de la ruina que tenían encima, sin casa, sin enseres y solo con el dinero ahorrado. Francisco sacó el pasaje y puso rumbo a la aventura a la ciudad española del norte de Africa, donde la gente vivía cómodamente, eso decían, y sin tener que pensar en las crecidas de ningún río.

Al arribar al pequeño puerto de Melilla, cercano al muelle de la Compañía de Mar, se encontraron a un familiar de Francisco que ya llevaba en la ciudad varios años trabajando para la intendencia militar. Por lo visto este familiar había servido, como soldado escribiente, en el Regimiento de Infantería Borbón nº 17, cuando la Guerra de Margallo o “Guerra Chica” quedándose, como muchos soldados, después de su licenciamiento, a vivir en la ciudad. Este les informó que para entrar en la Plaza debían ser avalados por alguien residente, ya que sin ese requisito tardarían varios días o meses en darles el permiso de entrada, siendo a veces preciso la devolución al lugar de origen de la familia. Esto era debido a que mucha gente de mal vivir se colaba en Melilla al abrigo de los cuarteles buscando “El Dorado” o dinero fácil. El familiar, viendo el problema que se le venía encima a Francisco, si nadie daba la cara por él, le firmó el aval y le procuró, con algo de influencia, la famosa Capona de familia. Esta era una ración militar de etapa, o sea, de treinta días, de un soldado en África. Al decir soldado se refiere a todas las graduaciones. Cada graduación tenía su Capona o ración. A Francisco y su familia le procuró el familiar una Capona de suboficial para un mes; así que ya podían respirar, y comer, tranquilos.

La vivienda, procurada por el familiar, era una pequeña casa de dos habitaciones, situada en la cuesta de la Alcazaba. El alquiler lo debían pagar cuando empezaran a ganar algo de dinero. La casa era mas pequeña que la que tuvieron en su querida Málaga pero al menos estaban seguros de riadas catastróficas. A francisco le salió un trabajo de herrero y carretero en la carretera del campo, paso obligado de los fronterizos que iban a vender sus productos de huerta y comprar enseres que en sus poblados no existían. En el patio anexo de la vivienda, Francisco montó una pequeña fragua, decía que era para independizarse, que en ratos libres hacía trabajos por su cuenta. Herraba a toda clase de animales; llegando incluso a trabajar en el taller de la carretera del campo solamente mediodía.

María reanudó su trabajo como costurera y al mismo tiempo cuidaba de algunos niños en la miga que montó en la habitación que servía de comedor. Muchas madres, que tenían que ir a servir a las casas de personas pudientes de la ciudad, dejaban a sus hijos, con toda la confianza, en la casa de Doña María, “La Modista”, por unos céntimos al día. Muchos niños mayores tomaban clases de María, ya que era una de las pocas vecinas que sabían leer y escribir, y por supuesto coser, siendo por todos los vecinos muy respetada. Esto hizo que la economía familiar engordara un poco y Paquito, como lo llamaba todo el mundo, crecía entre los niños de la miga y los hierros y bestias; siempre juguetón y lleno de tizne de la fragua de su padre, dándole a la manivela del ventilador y queriendo martillear en el yunque al mismo tiempo que su padre.

A los judíos, huidos de Beni Sidel varias décadas antes, les habían construido unas viviendas en lo que hoy es el Barrio Hebreo del Polígono y Francisco, que había trabado amistad con algunos de ellos, compartiendo las mismas miserias y desgracias con varias familias hebreas se trasladó, junto a ellas, al Polígono.

Allí empezó la andadura de la familia como muchas otras de aquéllos años en que Melilla se expandió hacia lo que actualmente son los barrios extremos.

Francisco logró comprar, con el dinero ahorrado, una pequeña parcela en el río de la Olla o arroyo del Polígono, montando rápidamente una fragua y la vivienda. Como allí se reunían los fronterizos para vender sus productos, dejando a los mulos y burros en la calle, hizo una cuadra junto a la fragua y montó una posada dedicada únicamente para animales; cobrándoles a sus amos una pequeña cantidad por el pienso y la estancia. También sacaba algo de dinero con el estiércol que vendía como abono a los mismos fronterizos. El no paraba de trabajar en su fragua, haciendo toda clase de trabajos en el que pudiera ganar dinero. También estuvo un tiempo trabajando, como peón, en la construcción de la línea del ferrocarril que enlazaba las minas de hierro de Guelaya (Uixan) con el puerto de la ciudad.

Por aquéllos años abrieron dos tabernas en el Polígono bautizándolas con los nombres, una “La Maja” y la otra “El Mortero”; cada una de ellas en una esquina del edificio cuadrado situado en el actual Rastro.

Cuando Paquito contaba veinte años ya sabía conducir un coche y una de las pocas motocicletas con sidecar, “Harley Dawidson”, que había en Melilla. El permiso de conducir se lo dieron cuando llevó al ingeniero de Tráfico, junto a él, por la pista de la frontera de Farhana hasta la vuelta a la plaza de España. El padre, que ya manejaba dinero con holgura, le compró un coche, “Ford”, con estribos. Paquito era tan responsable que al cumplir los veintiuno se sacó una licencia de taxi y empezó a trabajar como un hombre que tuviera carga de familia; cuando realmente no le hacía falta por tener el taller, la fragua, la posada de las bestias y unos padres que no le negaban nada.

Esta familia llegó a ser numerosa por el matrimonio de Paquito, ahora Francisco, al casarse con una muchacha de Melilla y tener ocho hijos que aún residen en la ciudad con sus nietos, como muchas otras familias llegadas en aquéllos años. Familias que conocieron, para sus desgracias, las guerras de 1909, la del Barranco del Lobo; la 1ª Guerra Mundial, que también llegaron sus coletazos a España a pesar de no participar en ella; la de 1921 con su Desastre de Annual que estuvo a punto de que Melilla cayera en manos del rebelde Abdelkrín El Jatabi; la Guerra Civil de 1936, la mas cruel de todas las guerras, la que lucharon entre hermanos y murieron mas de un millón de personas por ambos bandos y la 2ª Guerra Mundial, que tampoco España participó pero si que la sufrió en sus carnes ya que fue en los años de la posguerra del 1936, cuando Europa ardía por los cuatro costados salpicando a los cinco continentes de su locura.

Hoy esta familia puede sentirse orgullosa de ser una de las pioneras del engrandecimiento de Melilla como ciudad española hecha a golpe de sacrificio durante cinco siglos por militares y civiles que lograron construir la ciudad que actualmente podemos admirar en sus calles y la peculiar idiosincrasia de sus gentes.


El Guadalmedina es un río
Que canta a la Málaga riente.
Hoy tiene su lecho seco
Lleno de guijarros y arena.
Su presa del Limonero
Se bebe su agua entera.
A Melilla su río Oro
Solo la refresca a veces
Y otras cuando va crecido
Parece que la ahoga.
En recuerdo de las inundaciones de Septiembre de 1907 en Málaga y las del 19 de Febrero de 1985 en Melilla.

































Juan Jesús Aranda López
Málaga Septiembre 2000